Estoy leyendo La mala puta, libro en colaboración entre Miguel Dalmau y Román Piña Valls. Un supuesto ensayo del que quizá pueda hacer una valoración más exacta dentro de unos días. Cuando lo termine. Pero hoy quiero quedarme con uno de los capítulos del libro escritos por Miguel Dalmau, Censura y Autocensura. En él Dalmau habla o creo que intenta hacernos caer en la cuenta de la imagen que ha creado el colectivo para cortar el fluir del pensamiento personal, más allá de la censura franquista o de la que ahora imponen los grupos de poder que Dalmau también relata como razones o motivos para la autocensura de la mayoría de los autores españoles.
Es esa especie de buenismo bienpensante que impide a cada uno de nosotros expresarse con total libertad más allá del propio interior. Es evidente que esa censura interior para con el exterior, impuesta o autoimpuesta, es mayor cuando el individuo entra en contacto con los grupos de poder o con las instituciones, más aún si necesita hacer carrera en alguno de esos estamentos como bien describe Dalmau.
Por tanto, hemos creado una imagen colectiva dentro del pensamiento para juzgar el bien y el mal, para sofocar los pensamientos incómodos, talar las opiniones ácidas y enterrar muy dentro de nuestro subconsciente las ideas. Como hace Dalmau, expondré tres ejemplos. Pero no recurriré a los asuntos de la actualidad. Los aparatos del poder componen escenas grandilocuentes para intentar educarnos porque la verdad no está arriba, sino abajo, en el día a día, en lo cotidiano, y eso es lo que no quieren que veamos, o que lo veamos pero que no seamos conscientes de nuestras propias miserias.
Es lo pequeño lo que explica lo grande, es lo cotidiano lo que explica lo excepcional. O dicho de otro modo, es nuestra corrupción la que explica la corrupción de los demás. Así que expondré tres situaciones reales de mi vida cotidiana.
1. La licenciada analfabeta
Hace unos días coincidí con una joven licenciada, máster, que ha cursado estudios de inglés en varios países europeos y que se ha pegado un buen voltio por tierras sudamericanas para extender su importante currículum. Coincidimos durante una reunión familiar, en un aparte donde ella exponía a otra persona que ya ha pasado los cincuenta su pensamiento a cerca de los idiomas o lenguas que se hablan dentro del territorio español. La joven licenciada decía con desdén que los dialectos catalán y valenciano le daban asco ya que la única lengua que puede llamarse lengua además del castellano es el vasco porque su origen es raro. El tono de su voz y su actitud soberbia se iban elevando al mismo tiempo que se interponían en sus argumentos las interrupciones del cincuentón, breves frases entrecortadas con las que trataba de reconducir no el pensamiento de la joven licenciada, sino sus conocimientos sobre historia y filología.
Así que intervine e hice una sola pregunta a la joven licenciada. ¿El catalán o el valenciano, cuál de ellos es el dialecto? Pareció que la joven licenciada, al ser interpelada por un tipo más cercano a su edad, se calmó. Los dos, me respondió ella. ¿Y eso lo crees tú o lo has estudiado en el cole?, me atreví de nuevo a preguntar. No sé lo que habrás estudiado tú, me respondió, de nuevo con soberbia pues sabe de mi falta de diploma universitario y continuó, pero yo sí que lo he estudiado en el cole y se estudia así.
¿Es libre de pensamiento la joven licenciada en el caso que he descrito? ¿Si conociese la realidad sobre cómo se formaron las lenguas y que, por tanto, el catalán es una lengua más como lo son el español o el inglés, no así el valenciano que es un dialecto del catalán, le seguiría dando asco el catalán? ¿Puede esta persona con estudios superiores representarse incluso a sí misma?
No puedo responder a estas cuestiones. Pero entiendo que su visión sobre la lengua catalana sería diferente y su sentimiento hacia ella muy otro.
Creo que podemos deducir que a través del conocimiento se llega al pensamiento libre y desde este a la libertad de expresión.
Pero incluso así, esa imagen colectiva que hemos creado, ese buenismo bienpensante nos impediría exponer con corrección los hechos. Es decir, si yo le hubiese expuesto a la joven licenciada que el catalán es una lengua exactamente igual que el español, ella me habría puesto el adjetivo de independentista catalán o tendencioso. De esa forma mi libertad de expresión se reduce a ser un mero adjetivo y no un pensamiento, y de ahí al silencio.
2. El escritor y las redes sociales
Hace unos días, un amigo, académicamente impoluto en sus estudios y escritor a tiempo parcial, quizá uno de esos escritores que Dalmau denominaría como llamados, puso un comentario en una de sus cuentas personales y públicas. El comentario, engolado y empalagoso, no venía a decir nada. Es lo que un buen profesor de cualquier buen taller de escritura creativa llamaría la nada. Un montón de palabras supuestamente bonitas y que suenan dulces para no decir nada.
En cualquier caso, su comentario surtió efecto entre los acólitos y amigos adheridos a su cuenta y en pocos minutos su valoración aumentó. Entonces yo respondí al comentario de mi amigo el escritor. Un simple aunque irónico comentario donde trataba de dar una pista a la gente sobre a lo que quizá se refería el autor. Realmente fue una gracieta sólo digna de risas.
Mi gracieta gozó de la misma valoración efímera que el efímero tiempo que transcurrió entre su publicación y el borrado de la misma, su censura.
Las redes sociales son un artilugio complicado. Más allá de gamberradas o asaltos delictivos, los usuarios de las mismas deben entender que sus comentarios son públicos y que por tanto pueden ser respondidos. La respuesta a la que me refiero, carecía de falta de respeto hacia el comentario al que respondía o de mala educación con la persona que lo había escrito. Pero eso al escritor le daba igual. Lo que realmente le importaba al escritor era la opinión de sus acólitos y seguidores que, en manada, habían valorado enormemente la publicación. Acólitos académicos, acólitos escritores también de los denominados llamados u acólitos de estamentos que por su rango o por la valoración moral que el escritor les adjudica no pueden participar de una gracieta, de un chiste, de una broma que, por otro lado, el escritor habría cerrado con elegancia con una respuesta inteligente.
¿Es libre, por tanto, de pensamiento el escritor? ¿Sus miedos hacia el buenismo bienpensante le hacen realmente libre? Si no escribe libremente, ¿entonces para qué escribe?
No lo sé. Sé que el escritor escribe para que sus comentarios sean siempre bien valorados. El escritor encadena palabras correctamente, académicamente impolutas, pero nadas superfluas e ínfimas para agradar a un público que son en su mayoría como la licenciada analfabeta. Esa es la libertad de expresión del escritor.
3. Gran Hermano en la oficina
La mayor parte del tiempo que paso en la oficina permanezco callado. Hace unas semanas, una compañera dijo algo a cerca de algo que llevó a mi cabeza a pensar en Maricruz Soriano y los que afinan su piano. La expresión fue tomada a chiste, como casi cualquier comentario que digo en la oficina. Así que ante la incredulidad de mis compañeras, relaté la historia del grupo en cuestión, que posteriormente pasó a llamarse Siniestro Total y cuya primera voz fue la del fallecido Germán Coppini. Antes de llegar a la etapa del malogrado Coppini con Golpes Bajos, otra de las compañeras me interrumpió para que dejase de soltar la chapa. La razón que me dio para mandarme callar fue la siguiente: tú siempre hablas de cosas que nadie conoce, que no le importan a nadie. A buen seguro la respuesta de esta compañera habría sido muy otra si mi cabeza hubiese atendido a ese algo a cerca de algo con un comentario sobre Gran Hermano.
Mi libertad de expresión por tanto, en un entorno más o menos postuniversitario, es decir, de gente preparada y con una educación superior a la mía, se ve cercenada por el miedo a lo diferente. No sólo el miedo a lo distinto, sino directamente el miedo al pensamiento.
Muchas veces pienso que no se le puede pedir más a personas que dedican doce horas a sus trabajos, cuatro a ver la tele y ocho a dormir, y que además piensan que eso es lo correcto y en su mayor parte, pese a las crisis de ansiedad y con algún que otro ansiolítico al canto, se sienten felices por estar haciendo lo que hay que hacer.
En cualquier caso, para socializar con este grupo de personas me tendría que sentir obligado a ver la televisión para poder comentar al día siguiente lo visto la noche anterior.
Y por otro lado, la libertad de pensamiento de estas personas está totalmente manipulada por el entorno. Por tanto carecen de libertad para expresarse. Solo pueden mostrase correctos en las formalidades y en las acciones, adiestrados como ovejas que siguen a su pastor.
Desde mediados de los 90’, la sociedad de la que formamos parte ha creado un nuevo dios al que adorar, el pensamiento único. Esa zona de confort, donde nos sentimos seguros y donde creemos hacer lo correcto, se defiende a través de su religión, el buenismo bienpensante.